El Cuento Latinoamericano

17 aus enc i a Esto tenía mucho que ver con el boleto radiactivo sepultado al fondo de su maleta.Wari sintió un cosquilleo en las manos. No había traído pinceles, ni óleos, ni lápices, ni nada. No tenía dinero para comprar materiales. De hecho, suponía que pasarían varios años antes de que pudiera hacerlo de nuevo. ¿Cómo sería su vida si no pintara? —No, gracias —dijoWari en inglés, y apretó los puños. —¿Te estás tomando unas vacaciones, ah? Muy bien, hombre. Disfruta de la ciudad. Wari le preguntó por las tarjetas telefónicas, y Eric le dijo que se podían conseguir muy baratas y en todas partes. En cualquier bodega, tiendecita, farmacia o puesto de periódicos. “Estamos conectados”, dijo Eric, y se rio. “Las tienen junto a los billetes de lotería. ¿Todavía no has llamado a tu casa?”. Wari sacudió la cabeza. ¿Lo extrañarían ya? “Deberías hacerlo”, dijo Eric y se acomodó en el sillón. Leah se había marchado al dormitorio. Su anfitrión se dedicó a hablarle al televisor parpadeante mien- trasWari comía. La embajada estadounidense se levanta contra un cerro desértico en un distrito acomodado de Lima. Es un inmenso búnker con el exterior recubierto de azulejos, como un baño elegante. La puerta del muro perimétrico que lo rodea se ubica tan lejos del propio edificio, que se requeriría de un lanzamiento excepcional para siquiera golpear el primer piso con una piedra. Cada mañana, antes del amanecer, se forma en la calle una cola que da la vuelta a la manzana, una procesión esperanzada de peruanos con la mira puesta en Miami o Los Ángeles o Nueva Jersey, o cualquier otro destino. Desde septiembre último, luego de los ataques, la emba- jada había alejado aún más la cola, detrás de barricadas de color azul, hasta el propio límite de la ancha acera. Luego, en marzo,

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