EL ORO DE LOS SUENOS

8 El oro de los sueños –¿Cómo va tu latín? –me preguntó–. ¿Estudias mucho o sigues quedándote dormido durante las explicaciones de tu maestro, el buen fray Bernardino? Ya entonces, yo nunca sabía si el padre Bavón me hablaba en serio o se burlaba de mí. Mi padre fue compañero y buen amigo de los dos. Según pa­ rece, mi padre y mi padrino habían nacido en el mismo pueblo. Empezaron desde muy jóvenes a viajar por el mundo, buscando aventuras, y durante esos años conocieron al fraile Bavón. Los tres llegaron finalmente a la isla de Cuba; allí se quedaron al­ gún tiempo antes de seguir a Hernando Cortés 6 en su conquista de México. Lucharon hasta el final y vivieron muchas aventuras. Cuando todo terminó, los tres empezaron una vida tranquila. Sin embargo, varios años más tarde, tuvieron noticia de algo muy interesante: según parece, muy cerca de las tierras conquistadas, había una ciudad riquísima, toda de oro, que nadie había encon­ trado todavía. Rápidamente, los tres amigos decidieron ser los primeros en descubrirla. Pero nunca encontraron la maravillosa ciudad. Mi padre desapareció en aquella empresa 7 , luchando con­ tra los indios. Nunca más supimos de él. Todo esto recordaba yo mientras vigilaba los caballos. Al ver a mi padrino, mi madre, que estaba sentada delante de la casa, se le­ vantó. Él se quitó el sombrero. –Dios os 8 guarde, doña Teresa –dijo. –Él os guarde también, amigo mío –contestó mi madre–. Y a vos 8 , fraile Bavón. Mi madre les ofreció un refresco y llamó a la vieja Micaela para que lo sirviese. Mientras, yo me llevé los caballos detrás de la casa. Después me acerqué muy despacio a la ventana puesto que quería escuchar aquella conversación. Enseguida comprendí que hablaban de mí.

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