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En cuanto estuvo en edad de gobernar,
ordenó que fuera levantada la muralla. Y la
quiso tan alta que la luz del día tardó más en
llegar a su castillo.
Las murallas no bastan para detener el
miedo, le dijeron los ancianos del Consejo.
No necesitaban decírselo: él ya lo sabía, en
las noches, cuando el sol lo abandonaba en
el fondo de aquel inmenso pozo, o en las ma
ñanas, cuando surgía sobre la oscura cresta
de piedra, dando inicio a la incertidumbre de
un nuevo día.
Y entonces, en una de esas mañanas, el
destino se detuvo delante de la muralla. Venía
a caballo, traía un escudo colgado de la silla y
ningún arma. Una piel de animal le rodeaba
los hombros, y por los resquicios de los párpa
dos entreabiertos, brillaba una mirada color
ámbar. No era el destino del príncipe. Iba en
busca de otra persona a quien le había sido
atribuido y que, sin saberlo, lo esperaba. Sin
embargo, al encontrar aquel obstáculo en su
camino, tuvo que detenerse. Al menos se en
contraba delante de uno de los dos grandes
portones.
El caballero empezó a recorrer la muralla
al paso, buscando la puerta de acceso.
Pero ya había sido visto. De centinela en
centinela, la noticia de aquella presencia co
rrió por la elevada arista y se enviaron con
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