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Y pronto los pesados batientes se abrie-

ron con un estrépito de hierros. Y la Te-

mible fue llevada a presencia del rey.

—He venido a buscaros, señor —dijo

sin rodeos.

—No me negaría a una llamada tan

defi­nitiva sin una buena razón —respon-

dió el monarca con igual contundencia—.

Le ruego, sin embargo, que no partamos

todavía. Mañana se celebra un torneo en

los jardines del castillo, y estoy seguro de

que su presencia le dará otro valor a las

justas.

Un instante bastó para que la Muerte

evaluara la petición y estuviera de acuerdo.

Al n de cuentas, un día de más o de me-

nos pesa poco en la eternidad, pero mu-

cho pesarían los que ella iba a llevarse.

Todavía en la oscuridad, el castillo bu-

llía con los preparativos del torneo. Los

caballeros llegaban desde muy lejos. Se le-

vantaban tiendas en los jardines. Ardían

las hogueras en las fraguas de los armeros.

Cuando el sol nació, murmuraron las se-

das, los gallardetes, las hojas de los árbo-

les y un mismo brillo metálico saltó de las

miradas, de las corazas, de las joyas de las

damas. Cuando, poco después, sonaron

las trompetas, los caballos partieron al ga-

lope. Y la sangre floreció sobre el césped.

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