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Por la noche, la Susurrada se dirigió nue-

vamente al rey.

—Señor, en mi morada nos esperan.

—En la mía también, señora —respon-

dió el rey, con voz dura—. Mis informan-

tes acaban de revelarme que un grupo de

conspiradores se prepara para levantarse

en armas contra mí.

Y después de haberle dado tiempo para

sopesar sus palabras, añadió en un tono

más bajo, casi seductor:

—Los que se esconden en las sombras

necesitarán de tu ayuda.

“Amplias son las sombras”, pensó la

Muerte, calculando su parte. Y una vez

más, aceptó retrasar la partida.

Al atardecer del día siguiente, un man-

cebo fue apuñalado en un corredor oscu-

ro, un ministro fue pasado a espada junto

a una columna y una dama cayó envene-

nada en lo alto de una escalera. Antes de

que saliese el sol, el verdugo cercenó otras

cabezas que habían osado pensar contra

el rey.

—Señor —dijo la Inaplazable después

de recoger su carga—, he esperado más

tiempo del necesario. Ordene ensillar su

caballo y partamos.

—Ha esperado, es cierto, pero fue bien

recompensada—respondió el rey—. Man­

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