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nados se infiltró en sus deseos. El abanico pa­

reció aproximarse a sus manos. Hablar con el

hombre equivaldría a abrirlo. Ordenó, pues,

permitir la entrada al extraño,

que pernocta­

ría en el castillo.

Se abrieron los portones,

para darle paso

al destino con nombre de hombre que galo­

paba con los emisarios, y que por ellos fue

conducido a sus aposentos. “Descansa”, le

dijeron, “que por la noche te sentarás a la

mesa del príncipe”.

En el salón iluminado por la luz de las

velas y por la enorme chimenea, damas y

caballeros se sentaban ya a la mesa cuando

entró el viajero

.

El puesto de la derecha del

príncipe le estaba reservado y fue invitado a

ocuparlo.

Lo que se dijeron el uno al otro fue encu­

bierto por el ruido de platos y voces. Podemos

imaginar que, bajo el pretexto de su deber de

anfitrión, el joven monarca le estaba pidiendo

noticias de un mundo que desconocía, y que

el de más edad respondía con discreción, am­

pliando sus comentarios solo a medida que su

interlocutor se lo solicitaba. Hablaron larga­

mente, olvidándose casi de la cena.

Las copas estaban vacías y los músicos

cansados cuando el príncipe le pidió al via­

jero que contara a sus invitados una de las

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