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daré ensillar mi caballo, como me lo pide,

y partiremos, pero no seguiremos su cami-

no. Acabo de declararles la guerra a los

países del Este y preciso su presencia a mi

lado en los campos de batalla.

La Muerte sabía, por antigua experien-

cia, cuánto podía cosechar en esos cam-

pos. Sin discutir, emparejó su caballo con

el del rey para iniciar la larga marcha. Ha-

bía mucho trabajo por delante.

No era un trabajo de un día, ni de dos.

Pasaron días y más días. Meses. Años en

que la Sombría parecía no tener descanso,

cortando, rompiendo, arrancando. Y co-

sechando. Cosechando. Cosechando.

Y porque tanto había cosechado, llegó

un momento en que la guerra no tenía

cómo proseguir. Y terminó.

Al frente del ejército diezmado, el rey y

la Muerte regresaron al castillo. En la sala,

ahora desguarnecida de sus caballeros, el

rey rmó el tratado de paz.

Húmeda todavía la tinta, se adelantó

la Insaciable, recordándole al rey que otro

viaje les aguardaba.

—Iré, sí, amiga mía —respondió él con

la voz gastada de tanto gritar órdenes—,

pero mañana. Ahora es tarde y estoy fa-

tigado. Permítame dormir por esta noche

en mi cama.

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