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La Muerte vaciló.

—Sea generosa conmigo, que le he

dado tanto —le pidió.

“Una noche”, pensó la Invencible, “no

hace ninguna diferencia”. Y ella también

merecía un poco de descanso. Y al igual

que en la noche de su llegada, ahora tan

distante, se recogió.

Silencio en el castillo. Solo los sueños

recorrían los corredores. Pero en sus apo-

sentos, el rey estaba despierto. La hora ha-

bía llegado. Se levantó, se envolvió en un

manto, tomó un candelabro encendido y,

abriendo una pequeña puerta cubierta por

un tapiz, se introdujo en un pasaje secre-

to, tratando de no hacer ruido.

Bajó los peldaños, siguió por el suelo

resbaladizo entre paredes estrechas, des-

cendió por otra escalera enorme, avanzó

por una especie de pasadizo interminable,

hasta llegar a una nueva escalinata. Al

nal, con la cabeza agachada para evitar

las telas de araña, tiró de una argolla de

hierro y abrió una puerta. Había llegado a

las caballerizas.

Un soplo de viento apagó la vela. A

tientas, agarró una silla, arreos, y conmovi­

mientos rápidos ensilló un caballo. Montó

de un salto. Clavó las espuelas, soltó las

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